lunes, 11 de julio de 2016

ENCIERRO SAN FERMIN CEBADA GAGO 12 DE JULIO 1989


CRÓNICA DEL ENCIERRO EN LA PRENSA
 
ABC SEVILLA. Edición impresa  Jueves 13 de Julio de 1988. Pág. 83
 
San Fermín: Sexto encierro con dos cogidas graves
 
Un toro rezagado al final de la calle Estafeta puso el peligro en el sexto encierro, en el-que dos mozos resultaron heridos de gravedad por los toros bravos de la ganadería Cebada-  Gago, que tardaron tres minutos y treinta y cinco segundos en llegar a la plaza de toros, con lo que protagonizaron el encierro más largo de los San Fermines .
 
CRÓNICA DE LA CORRIDA EN LA PRENSA
 

ABC. Edición impresa  Jueves 13 de Julio de 1988. Pág. 86
 
Séptima corrida de los Sanfermines
 
Grave e impresionante cogida de Litri por el tercero de la tarde
 
Espartaco y Ortega Cano salieron en hombros por la puerta grande
Pamplona
 
Esto de los toros continúa siendo un espectáculo de una enorme emoción, imprevisible siempre. La vida de un semejante está permanentemente en juego. Y eso de contemplar al prójimo en situación de peligro, bien sea en una carrera de Fórmula 1, en una de motos o en una corrida de toros es algo que por fuerza tiene que cotizarse. Los toreros son unos personajes diferentes. Cuando Litri iba colgado de un pitón se me amontonaron !as ideas y los pensamientos.
 
Existe mucho tópico y no poca leyenda en torno a la vida del torero, a la mucha literatura barata que se ha empleado presentándoles siempre como unos muertos de hambre, como unos desesperados que se agarraban a tan difícil profesión para salir de la miseria. Quién le iba a decir a Pérez Lugín, por ejemplo, autor de «Currito de la Cruz», que un chaval, que ya nació millonario, que tiene cortijos, toros bravos y todo lo que pueda soñar un torero, iba suspendido de un astifino pitón, materialmente colgado, recorriendo muchos metros hasta que el animal se decidió a soltarlo. La plaza de Pamplona, que sabe de cogidas, los mozos que las han vivido en sus carnes en muchas mañanas de encierros, quedaron perplejos. Toda la plaza era un alarido de terror. Temimos lo peor. Cómo sería ¡a cosa, que los navarros, curtidos en la  tauromaquia primitiva del recorte a cuerpo limpio, quedaron impresionados. Cesaron los trompetazos y los cánticos. La gran verdad de la fiesta nacional se había hecho presente en unos instantes. Cuando llegamos a la enfermería todo era confusión. La Policía Foral, implacable, luego decían de aquellos pobres «grises», no dejaban ni acercarse a las puertas de la enfermería, cerradas a cal y canto. Nadie sabía nada, salvo que el doctor Héctor Ortiz y su formidable equipo estaban operando. No servían los macutazos de informadores con imaginación.
 
La verdad estaba en el quirófano. Y las últimas noticias antes de que se cerrara la sala de operaciones las tenía el banderillero Montoliú, que había ayudado a llevar al maestro a puñadas hasta la enfermería.
 
Sabíamos que el chiquillo de Litri estaba herido en el pecho. Nada más. El resto de la corrida la presenciamos en vilo, esperando noticias que no llegaban, informaciones que no se producían.
 
 Hasta entonces...
 
Hasta entonces habíamos visto a un Ortega Cano precavido y desconfiado con su primer  toro, un ejemplar de Cebada Gago, encastado y buen mozo, al que el de San Sebastián de los Reyes no le presentó batalla.
 
Espartaco había enredado a sus compañeros en la pelea, porque se empeñó en alargar !as cortas embestidas del segundo, aún a costa de forzar la figura. No se podía llevar a cabo un toreo florido, pero sí imponer su buena técnica, alterada a ratos por algún trompezón de! engaño, que enrabietaba al de Espartinas, acostumbrado como está a sacar el trapo limpio de cada pase. Pero la faena tuvo vibración e ilusión, esto último es lo más hermoso en cualquier faceta de la vida, porque cuando muere - o se mata- la ilusión, adiós torero, adiós músico, adiós pintor o adiós amante. Y ese es el gran secreto de Espartaco: su permanente ilusión por el triunfo. Tiene cabeza de maestro del toreo y corazón de novillero. Es un ambicioso alegre. Y eso se comunica - y se agradece- a los tendidos, que le aplauden sin cesar, que se le entregan desde que se abre de capa (por cierto, que hay que mejorar su forma de lancear, estancada en un feo codilleo a pies juntos en una horrorosa mezcla de verónicas y delantales, que nada dicen y a nada saben. Pero con la muleta se las ingenia para que le anden los toros que no andan, para que se centren en su quehacer hasta los públicos más resistentes
a la atención. Así se llevó ias dos orejas de ese toro -la segunda, en mi opinión, exagerada y aún tendría fuerzas para pelearse con dos toros más, sin regatear esfuerzo: con el cuarto, que era muy listo, y con el sexto, que atiborrado de kilos movía la anatomía pesadamente, presto, sin embargo, al tornillazo.
 
Espartaco se puso entre los pitones. El público andaba alarmado, porque todavía no había noticias de Litri, pero el de Espartinas porfiaba en el empeño de cortarle la oreja al gordinflón, que, agotado, se la acostó dos veces, para levantarse y seguir propinando mandobles al rubio torero, que acabó tirándolo
sin puntilla de una estocada.
 
Ortega Cano, que llevaba estoqueados dos toros sin pena ni gloria, que dicen atraviesa una mala racha, reaccionó con gallardía y con coraje de profesional, espoleado su pundonor, arrimándose como una fiera. Volvió a torear cruzado, bajando mucho la mano al de  Cebada Gago, que tenía nervio. Ortega buscó
el triunfo con ahínco y a fe que lo consiguió. Cortó las dos orejas. Se olvidó del susto, que nos había dado Litri, que era intervenido en la enfermería y se olvidó de sus propias cornadas, que tampoco son cualquier
cosa, pues los toros le han zurrado muy fuerte, tanto cuando hace años era un torero modesto como cuando se convirtió en figura. Que aquí, señores, no se escapa nadie.  
 
Al final Espartaco y Ortega Cano, que habían cortado cinco orejas, eran sacados por la puerta grande. Por la puerta chica llevaban pálido, sin volver todavía de la  anestesia, a un torero de estirpe de valientes, a un Litri que había pagado con su sangre el querer ser figura y competir con quien manda en el toreo de su tiempo. Todo eso te honra, Miguel, porque significa ser fiel a una dinastía. Así salieron toda la vida los que de verdad quisieron emular las glorias de sus mayores: o por la puerta grande con las orejas de los toros en las manos o entre las sábanas blancas de una ambulancia.
 
Donde no pegan cornadas los toros es en los festivales o tirándose valentías por los bares. Por eso la historia del toreo la han escrito los toreros que han aguantado las cien tardes de una temporada durante muchos años,  como este Espartaco de hoy o aquel Miguel Báez «Litri» de ayer. A eso quiere llegar este chiquillo, que ha pagado en Pamplona, tierra de hombres de pelo en pecho, sus legítimas ilusiones de consolidarse como figura del toreo. Que !o consiga o no, ya es otra cosa. Pero está en la línea del esfuerzo, del sacrificio, del tesón. Y eso, torero, ya es digno del mayor de los respetos.
 
Vicente ZABALA

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